viernes, 15 de febrero de 2013

Un día con Amadeus


Amanecí uno de esos días lunes a las seis de la mañana; los que me conocen saben que me levanté muy lentamente, con el peso del cuerpo atado a la cama, las sábanas pegadas a mi piel y los párpados cosidos. Para mí, levantarme es lo peor que me puede suceder en el día, meterme a bañar es una tortura menor si el agua está bien caliente, luego sigue el problema para vestirme, porque nunca encuentro nada en mi pequeño desastre. Maquillarme siempre ha sido mi parte favorita, después de tomar un año y medio de clases de estilismo, arreglarme no me trae grandes complicaciones, pero sigo prefiriendo el cabello suelto y sencillo.

Después de todo ese ritual, sigue el desayuno, ya eran las 7:30 de la mañana, mi mamá se levantó a prepararme un huevo revuelto y poner en un vaso leche fría. Hasta donde recuerdo, nunca disfruto el desayuno, mucho menos con la ansiedad y las mariposas en el estómago, que me producen un revoltijo de malestar al probar cada bocado. Después de hacerle muecas a mi desayuno, es tiempo de buscar mi material de trabajo, se compone de libros y muchas copias y hojas sueltas, con un montón de notas y números, bien distribuidas en una partitura. Por lo general las tengo ordenadas, pero este día en especial, son un desastre. Eché todo en la mochila, lápices, plumas, libretas y el celular. Con cada minuto que pasaba podía escuchar a los profesores prohibirme la entrada a clase por el retardo que se avecinaba como una avalancha.

Ya era hora, si no salíamos en ese mismo instante nunca llegaría a clase. Como buena novata no tenía ni la menor idea de qué hacer o cómo reaccionar, aunque este es mi segundo semestre, siempre he sido tímida, miedosa, y asustadiza, las experiencias nuevas y yo no nos llevamos bien. Nuevo semestre, nuevos maestros, nuevos compañeros, nuevas materias, aunque en realidad todo sea conocido, la música siempre ha estado allí, la escuela parece un museo antiguo, los maestros tienen canas, las materias se han impartido a los alumnos durante siglos, y los compañeros, bueno, nunca sabes que edad tienen. Hasta donde tengo entendido, soy la menor de mi clase.

Me subí al auto con mi papá al volante, puse mis cosas frente a mis pies, y con mi mano derecha sostuve el plátano que mi mamá me dio minutos antes de marcharnos, el viaje realmente es largo, y no sirve más que para ponerme más nerviosa. Subimos y bajamos puentes, damos vueltas, frenamos, aceleramos, siempre escuchamos música de cualquier tipo y lo que esté en la radio, y después de un buen rato, entramos al centro de la ciudad de Puebla.

El hermoso centro histórico, y centro del tráfico, no me molesta mucho si sabes apreciar las estructuras de los edificios y las iglesias que están en cada esquina. Aunque debería ser lo contrario, con cada viaje que hago a la escuela, más me gusta y disfruto de la arquitectura. Pero en algún lugar de mi cerebro sigo contando los segundos que me quedan, sigo pensando que no practiqué suficiente solfeo durante las vacaciones, sigo dándole vueltas a las páginas de teoría musical que debí leer.

Cuando entras en la escuela, puedes percibir en el aire una sensación extraña que se produce con la misteriosa combinación de sonidos y ruidos de todos los instrumentos y voces. Puedes oír una flauta transversa tocando una melodía sencilla, combinada con una guitarra en el patio tocando algo totalmente diferente, o quizás la voz de una mujer vocalizando o el piano de un maestro interpretando una pieza magistralmente. Esa es mi parte favorita, algo que podría disfrutar todo el día, el pianista sentado en su banquillo, con una cara seria, manos en el piano, esperando la hora y el momento exacto en que debe empezar. Todo en silencio y de pronto, el pie derecho del músico comienza a marcar el pulso, uno, dos, tres, cuatro... Su semblante cambia totalmente de un momento a otro, sus manos comienzan a volar, ya es tiempo y empieza a disfrutarlo, sus manos se mueven tan rápido por todo el piano, no puedes alcanzar a ver que teclas está tocando, y entonces esboza una leve sonrisa, porque sabe que lo estás mirando y disfrutas con él la magia de la música. Yo no me canso de escucharlo una y otra vez, y te enamoras de esas manos que hacen parecer su arte tan fácil, cuando toca esas famosas piezas que sólo los cultos pueden nombrar.

Si me preguntas... ¿Esto realmente te hace feliz? Te contestare con un rotundo “sí”, claro que sí, la música ha cambiado mi visión, la música me ha ayudado a disfrutar de la vida a cada instante y de la mejor manera. Aspirar a músico me está enseñando el valor del esfuerzo, el día que entré por esas puertas lo supe, a esto me han llamado, para esto nací, y sé que disfrutando de este don puedo darle la gloria a Dios.

Nunca olvidaré el primer día del nuevo semestre, ese lunes tan especial en el que entendí, que por fin había llegado y había encontrado el lugar donde pertenezco, un día que cambió mi forma de pensar y ver el mundo, por que al fin, después de tanta confusión y miedo, sentía gozó.

—La Luciérnaga Misteriosa—